Caminaba sola. Quizás
con gente a mi alrededor, pero sola. Ya era una costumbre muy rara, una
naturalización inesperada. Era la eterna oportunidad que se desplegaba hacia el
futuro sin medir las consecuencias. Mientras tanto un juego de sombras me
perseguía en la ciudad. Brillaba de a ratos, me opacaba bastante y así, en ese,
otro de los tantos ciclos, convivimos bastante.
En otro vaivén del
tiempo, quedé totalmente aplastada por la lluvia, devastada. No podía salir de
esa circularidad indigna que me envolvió en la más infinita tristeza. Todo era
confuso, los días, la vida, las calles del centro. A la noche temblaba de miedo
y una seguidilla de preguntabas rondaban en mis hemisferios, derecho e izquierdo
y viceversa.
En esos momentos, en
que uno pierde todo tipo de nociones, la lluvia inmensa se convirtió en cause. Por
medio de las tecnologías empezamos a rondarnos, como los cangrejos
cuando quieren aparearse. Él llegaba, yo lo esperaba, y una corriente de viento
solar me partía en dos cada una de mis piernas y caía a un suelo que no era el
típico. Esa ronda victoriosa, ese cortejo incaudicable, empezó a atravesar las
sombras, la tristeza, los puentes rotos que me conectaban con la actividad. Una
noche bailamos, hacía calor, era febrero. Estábamos rodeados de gente, que yo
empezaba a reconocer porque tenían un rostro, también una pena, pero todos
bailábamos y tomábamos cerveza, contentos de este telón.
Me
manejaba en un campo magnético que sacudía hacia todos los lados, girando
siempre en torno a nuestros polos, que bien diversos, se empezaban a conjugar.
Me devolvió una luz y yo le devolví un poema. Me levanté en un feriado, a
mediados de marzo, con un impulso a las teclas que no podía controlar. Con una
mezcla de vergüenza y osadía, escribí muchos versos. Le dije, de una manera preciosa, que se encontraba en el inventario de las
energías más potentes de la vida. Nada me podía detener hasta cerrar esas ideas
que desplegaban gramática y sentido. Y ese fue tal vez, el punto de partida.
El rojo se ponía más
denso, los demás colores, el azul. Pasaba el tiempo y las pasiones se
desvanecían en actos y volvían a resurgir en sonidos y otras cosas. Las
tormentas solares se hacían presentes. Las certezas eran cada vez más
profundas. Las dudas también. El alma estallaba de actividad, se desmenuzaba en
quinientas partecitas, volvía a reconstruirse y otra vez el círculo y las etapas
bien raras.
Al
abrir las persianas todo supo ser más fácil. Ese amarillo incandescente, el
surgir de la mañana, tras mañana, tras mañana. Los días con sus vueltas y los
terribles cambios climáticos. Se produjo esa evolución estelar que me llamaba a
tener demasiadas convicciones. Algunas tardes volábamos, nos escapamos cuarenta
kilómetros en colectivo y caminábamos; otras noches nos veíamos involucrados en
la mafia de Brando: la delicia de pernoctar.
Él
y sus manos me abrieron las puertas de la extrema fuerza de voluntad. Admiro
esas extremidades cuando recrean la geometría descomunal. Su presencia se hace
viva en lo que inventa con el paso de las horas; y yo resucito en cada línea y
escribo cosas en una libreta, que surgen espontaneas, para no olvidarlas.
Es
en esa polaridad solar extraordinaria que fluyen nuestras energías. Sus rayos
me siguen atrapando y fundiendo en esto que es tan misterioso como la muerte
misma. Yo soy arbitrariamente otra desde que bailamos esa noche, en la que
comencé por reconocer algunas caras. Él sabe ser esa luz fotosintética que
todos necesitamos para crecer y transpirar, y a eso lo llamo el ciclo divino.
* feliz cumpleaños a la persona más linda de este planeta lleno de agua y flotadores.