martes, 26 de agosto de 2014

hoy el lugar se llama JULIO CORTÁZAR ( felices sean tus recuerdos y tus cien años ) ////

He aquí mi adolescencia y juventud. Mis comienzos con la literatura. Mis primeros libros inentendibles y luego hechos carne. Mi escritor, el de muchos. Mi espacio habitado de biblioteca. Rayuela me desnucó y otras obras me volvieron al habla. 

Él sigue en Francia y algún día me subiré a una rayuela para tocar su cielo. Ana R. 


Capítulo 7 (Rayuela - 1963)


    Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

     Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

La mosca (Papeles inesperados - 2009)
Te tendré que matar de nuevo.
Te maté tantas veces, en Casablanca, en Lima,
en Cristianía,
en Montparnasse, en una estancia del partido de Lobos,
en el burdel, en la cocina, sobre un peine,
en la oficina, en esta almohada
te tendré que matar de nuevo,
yo, con mi única vida.

Blues for Maggie (Papeles inesperados - 2009)
Ya ves,
y yo sigo pensando en ti.
Canción de PABLO MILANÉS
Ya ves
nada es serio ni digno de que se tome en cuenta,
nos hicimos jugando todo el mal necesario
ya ves, no es una carta esto,
nos dimos esa miel de la noche, los bares,
el placer boca abajo, los cigarrillos turbios
cuando en el cielo raso tiembla la luz del alba,
ya ves,
y yo sigo pensando en ti,
no te escribo, de pronto miro el cielo, esa nube que pasa
y tú quizás allá en tu malecón mirarás una nube
y eso es mi carta, algo que corre indescifrable y lluvia.
Nos hicimos jugando todo el mal necesario,
el tiempo pone el resto, los oseznos
duermen junto a una ardilla deshojada.

Lucas, sus pudores (Un tal Lucas - 1979)
En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oir se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.

Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación mas bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.

Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.

Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.

Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisón mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el docotor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

Casa tomada (Bestiario - 1951)
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

La foto salió movida (Historias de Cronopios y de Famas - 1962)

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos estan donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblenrente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paraguero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y tambien las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.

Terapias (Historias de Cronopios y de Famas - 1962

Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. Enseguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.

-Compre un gran ramo de rosas- dice el cronopio.

El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.