Cuando hablamos de
trabajar se nos figura la vida en cámara rápida. Los movimientos del despertar,
la huida, la llegada y el día hasta que la cena se sirve. La gente que camina,
trabaja. La gente que te choca, trabaja. La gente que sube y baja, que se sienta
a comer en un banco puede estar estudiando, pero también trabaja.
Cuatro años atrás escribí
un cuento sobre un hombre grande canoso y jorobado. Parecía perdido. Siempre
dormía en una plazoleta a dos cuadras de mi casa. Hace poco tuve un encuentro.
A pesar de los fríos y las olas de calor y las alertas rojas y amarillas me lo
crucé y estuvimos por segundos muy cerca. Pude escuchar que hablaba. Siempre
está moviendo la boca, diciendo algo que nadie escucha. Ese día lo volví a
captar. Por mi curiosidad al verlo vivo y por la tímida observación de la que
no me puedo despegar. Los radares de mis ojos percibieron que estaba contando
sobre su jubilación y su trabajo. Por su tono, venía discutiendo o mejor,
aseverando que en su época cobraba tanto por trabajar. Siempre lleva consigo
bolsas, sus cosas, tal vez documentos o trámites. En todo su autismo vagabundo
me dí cuenta de que algo lo seguía sosteniendo. Camina por la ciudad y trabaja.
Después vuelve al monolito y descansa hasta que el ruido de los adolescentes
entrando a la escuela, su alarma, lo despierta.
Camina por la ciudad y
trabaja.
* parte de un compilado
de textos acerca del trabajo como constitutivo de la identidad y como forma de
lazo social .-